miércoles, 11 de octubre de 2017

La promesa.

Prometer no ponerse nunca más ningún límite y asumir la libertad, sin ninguna cadena más. Prometer no tener miedo a perder de vista el horizonte, volver al océano, olvidar la tierra, dejarse deslizar cubierta abajo.

Prometer hablar de todo aquello que ya nadie habla, de los días de sol, del descontrol de un latido, del desborde de la sensación de felicidad.
Prometer escribir de lo que ya nadie escribe, de las veces en las que haces lo correcto y te sientes gilipollas, del miedo, de lo que le pasó a Neruda cuando se acabaron los cerezos y la primavera, de la gente que está sola, de la que nadie vino a salvar de una noche de precipicios, de aquellos que se esconden en un verso porque es la única forma de entender todo lo que llevan dentro.

Prometer no aferrarse a ninguna parte. Prometer ser. Y, en los intentos, ir dejando de prometer.

Promete estar cada vez más cerca de ti mismo.

Tienes miedo de no saber qué será, y te olvidas que el qué será mañana lo estás construyendo hoy. Promete ser tú siempre, entero. Permite que las olas te rodeen, te dejen sordo, te abracen, e incluso te golpeen. Y, aun así, promete ser tú todavía, con la luz que queda encendida por los sueños que nunca mueren.

Promete estar cada vez más cerca de ti mismo.

Promete no escuchar demasiado a quien no permita que te caigas. No hay golpe más duro que vivir intacto, que quedarse sin heridas.

Y sin saber por qué, volverás. Volverás a renacer o a morir, pero cualquier cosa valdrá la pena, porque todo aquel que se engancha a vivir entre precipicios se acaba convirtiendo en adicto al vicio que supone vivir sin frenos.

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