Las personas perdemos
cosas a diario. Todos.
Y nos toca improvisar
sobre la marcha.
Perdemos borradores entre las hojas de las libretas
que dejamos a medias. Abandonadas en estanterías llenas de libros, cuentos y
otras historias por comenzar. Otras por continuar. Muchas, por concluir.
Perdemos la cabeza
por quien la pierde por otra persona. Por
quien no está a nuestro lado, y nos empeñamos en lo contrario. Por quien sabe
decir lo que queremos oír para salirse con la suya.
Perdemos la vergüenza tarde, rápido y mal. Cuando ya
no hay nada que ganar. Perdemos palabras que queremos decir y que luego ya no
importan. Perdemos abrazos que queremos dar y que la otra persona quizás
necesita. Perdemos por el miedo a perder.
Dicen que el respeto
se gana. Pero también se pierde.
Perdemos
oportunidades que no vemos por estar mirando a otro lado. Por un miedo irracional que no reconocemos. Por evitar
fracasos, y escarmientos necesariamente necesarios.
Por no creer que podamos llegar a buen puerto.
Perdemos la ocasión de
abrirnos puertas por no atrevernos a llamar al timbre. Por no
ser, no somos capaces ni de asomarnos a la ventana a mirar qué hay dentro. Por
mucho que la curiosidad nos pique.
Perdemos batallas que estaban ganadas a un paso de la
meta. Nos confiamos a última hora. Bajamos el ritmo, la guardia y las ganas. Nos creemos que
ya está hecho cuando aún queda algo. Creemos en la ayuda ajena y en
conformarnos con el poco esfuerzo
que hagamos. Mínimo a veces.
Perdemos perdones que
regalar y que recibir. Por
orgullo y desconfianza ante todo.
Perdemos trayectos de
película por películas que rodamos en nuestras cabezas. Por por
si acasos sin sentido y sinsentidos continuados. Por futuros que no llegan.
Perdemos personas increíbles por increíbles tonterías. Por decir que no, cuando queremos
decir que sí. Por no saber decir no. Por no saber qué decir o por creer
saber lo que decimos, cuando en realidad no tenemos ni idea.
Perdemos el verano, quejándonos de que septiembre se
acerca. La temida vuelta. Perdemos el otoño deseando que lleguen Navidades, y
la primavera la cambiaríamos por las vacaciones de verano. Y el lunes lo
convertiríamos en el eterno viernes. Y el domingo por la tarde lo borraríamos
del calendario. Bucles infinitos.
Perdemos el norte, el oeste y el este. El sur ni lo
vemos. La orientación la dejamos a un lado cuando se trata de saber a dónde
vamos. Y para qué. Mejor
preguntamos. O mejor ni eso, esperamos que alguien nos indique cuál es el
desvío más corto y rápido.
Perdemos imperdibles por pura cabezonería y con mucho ingenio. Por falta de
tacto, de gusto y hasta de olfato. Por falta de sentido y con sentido de falta. Como
si fuera un reto personal digno de mención.
Perdemos felicidad en pro de la compasión. La propia y
la ajena. En pro de la queja por todo y de todo lo que sea. Por no querer lo que tenemos y
querer lo que no está en nuestras manos. En pro de los demás, olvidándonos de
nosotros.
Perdemos
de vista la cima y los pasos que nos llevan a ella.
Perdemos la capacidad
de compartir por miedo a perder. Perder perdiendo. Perder por miedo a perder.
Perdemos bonitos
finales por no atrevernos a vivirlos. Por si no
son como esperamos y nos dejan mal sabor de boca. Por si hay daños colaterales
o heridas que no cierran. Por si nos quedamos con la sensación de querer más.
Por si
no sabemos ganar.
Por si
ganamos de verdad.