Vuelve, caprichoso, el otoño, y te pilla con pantalones cortos, sandalias
y la nostalgia de un verano que te sabe eterno. Percibes que todavía tienes la
piel y la historia agarradas al cuerpo, pero el veneno ha empezado a
disolverse, expulsado por los gritos de insomnio que descargaste ayer contra el
colchón. No sabes cuántos asaltos te quedan todavía
antes de que el odio se transforme en algo parecido a la indiferencia, pero la
primera descarga ha abierto definitivamente camino. Hacía falta sólo aceptar todas
las piezas de este puzle hecho añicos, el puñetazo en las costillas, la
humillación y la impotencia, tu vientre partido en dos como el asfalto rasgado
por el terremoto, y los restos del orgullo apenas sosteniéndote, a expensas de
negar el dolor, de negar la rabia, de negar este odio que, por suerte, ya no
sientes tan dentro. Hacía falta sólo admitirte la sombra como admites la luz. Y
no dudar ni un segundo que te quieres continuar alimentando.
Desnudarse, y empezar a convertir las sonrisas improvisadas en el mejor
antídoto para la soledad. Admitir que a todos, el desengaño, nos gana la
batalla alguna vez porque estamos programados para ilusionarnos, para construir
príncipes y palacios y para dibujar mares donde abocar nuestro sinfín de
emociones. Tenemos ansía de perfección y ansía de eternidad pero estamos
compuestos de pequeños retablos efímeros. Tenemos obsesión por los subjuntivos
hasta que sentimos que el placer es tan difícil de contener como el dolor.
Asumir, sin reproches ni culpa, que hiciste justamente todo lo que siempre
habías dicho que no harías. Reírte de tus manuales de supervivencia previos a
las catástrofes, brindar por ti y por tu poca traza. Por tu deseo desbordante
de vida los días que la muerte se empeña a hacer temblar los cristales rotos
que llevas dentro y que ningún espejo se atreve a mostrar. Volver a sentarte
cerca de los tejados y encender sueños a los pies de los santos imposibles,
andar sigilosamente para dejar de despertar viejas heridas. Amar este trocito
de vida que se te ha hecho arena entre los dedos con todo el amor que todavía
te queda.
Y no necesitar hacer mucho más; sentir la vida.