miércoles, 30 de septiembre de 2015

Otoño.



Vuelve, caprichoso, el otoño, y te pilla con pantalones cortos, sandalias y la nostalgia de un verano que te sabe eterno. Percibes que todavía tienes la piel y la historia agarradas al cuerpo, pero el veneno ha empezado a disolverse, expulsado por los gritos de insomnio que descargaste ayer contra el colchón. No sabes cuántos asaltos te quedan todavía antes de que el odio se transforme en algo parecido a la indiferencia, pero la primera descarga ha abierto definitivamente camino. Hacía falta sólo aceptar todas las piezas de este puzle hecho añicos, el puñetazo en las costillas, la humillación y la impotencia, tu vientre partido en dos como el asfalto rasgado por el terremoto, y los restos del orgullo apenas sosteniéndote, a expensas de negar el dolor, de negar la rabia, de negar este odio que, por suerte, ya no sientes tan dentro. Hacía falta sólo admitirte la sombra como admites la luz. Y no dudar ni un segundo que te quieres continuar alimentando.

Desnudarse, y empezar a convertir las sonrisas improvisadas en el mejor antídoto para la soledad. Admitir que a todos, el desengaño, nos gana la batalla alguna vez porque estamos programados para ilusionarnos, para construir príncipes y palacios y para dibujar mares donde abocar nuestro sinfín de emociones. Tenemos ansía de perfección y ansía de eternidad pero estamos compuestos de pequeños retablos efímeros. Tenemos obsesión por los subjuntivos hasta que sentimos que el placer es tan difícil de contener como el dolor. Asumir, sin reproches ni culpa, que hiciste justamente todo lo que siempre habías dicho que no harías. Reírte de tus manuales de supervivencia previos a las catástrofes, brindar por ti y por tu poca traza. Por tu deseo desbordante de vida los días que la muerte se empeña a hacer temblar los cristales rotos que llevas dentro y que ningún espejo se atreve a mostrar. Volver a sentarte cerca de los tejados y encender sueños a los pies de los santos imposibles, andar sigilosamente para dejar de despertar viejas heridas. Amar este trocito de vida que se te ha hecho arena entre los dedos con todo el amor que todavía te queda. 

Y no necesitar hacer mucho más; sentir la vida.

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