miércoles, 16 de septiembre de 2015

Fin del juego.



Hoy no hemos venido a rendir cuentas. Nada de nada. Se acabaron las excusas, los decorados y los papeles secundarios que escondían nostalgias y mentiras. Hoy he venido a despedirme. Sí, esta ardua tarea a la que estamos continuamente expuestos, a la que le tenemos miedo, a la que pocos disponen del derecho a decidir, la que nos instala el frío en la piel convirtiendo el preciado tesoro del tiempo en horas muertas. Por eso, las pocas veces que podemos hacerlo son las que nos definen como ser y las que muestran nuestro posicionamiento hacia la vida, oportunidades para crecer y seguir persiguiendo instantes eternos que reflejan felicidad.

Cae una sola gota y los círculos concéntricos tienden al infinito. Vuelves a contarlos, como cuando eras pequeño y tirabas piedras al río. Los círculos del agua te chupaban las pupilas, te perdías en el momento exacto en el cuál te arrastraban, te fundías con la superficie líquida, y dejabas de ser, de ser. Unos instantes de nada, unos segundos eternos de vacío. La mente en blanco. El cuerpo en blanco. Sin dolor. Sin deseo. Sin asco. Sin miedo. La vida, unos instantes en suspenso para sobrevivirla, para soportarla, para retomarla de nuevo en el mismo lugar dónde la dejaste. Con alas rotas o pulmones agujereados. Cae una sola gota hoy, también, y vuelves a contar los círculos hasta que los números se te borran y vuelves a ser aire en el agua, y la vida se queda quieta un rato, cómo si no fuera, cómo si no hubiera sido nunca.

Emprendes el camino de regreso, que hace daño en los huesos y en la carne. Pero hoy puedes llamar. Y la vida, que también tiende al infinito, no te ha recibido nunca con ningún reproche.
 No has encontrado nunca las palabras del deseo de vivir. Quizás es que el deseo no te pesa, ni te hace telarañas alrededor del pulmón, ni te corta la piel a raíz de las uñas. El deseo te respira en todas las células del cuerpo, no se encalla en ningún órgano, en ningún músculo, en ningún hueso. Te atraviesa de arriba abajo como un torrente que salta por encima de todas las piedras. El deseo no tiene nombre porque se vive en el grito, en el gemido, en el silencio. Porque se vive, y es suficiente.

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