Hoy no
hemos venido a rendir cuentas. Nada de nada. Se acabaron las
excusas, los decorados y los papeles secundarios que escondían nostalgias y
mentiras. Hoy he venido a despedirme. Sí, esta ardua tarea a la que estamos
continuamente expuestos, a la que le tenemos miedo, a la que pocos disponen del
derecho a decidir, la que nos instala el frío en la piel convirtiendo el
preciado tesoro del tiempo en horas muertas. Por eso, las pocas veces que
podemos hacerlo son las que nos definen como ser y las que muestran nuestro
posicionamiento hacia la vida, oportunidades para crecer y seguir persiguiendo
instantes eternos que reflejan felicidad.
Cae una
sola gota y los círculos concéntricos tienden al infinito. Vuelves a contarlos,
como cuando eras pequeño y tirabas piedras al río. Los círculos del agua te
chupaban las pupilas, te perdías en el momento exacto en el cuál te
arrastraban, te fundías con la superficie líquida, y dejabas de ser, de ser.
Unos instantes de nada, unos segundos eternos de vacío. La mente en blanco. El
cuerpo en blanco. Sin dolor. Sin deseo. Sin asco. Sin miedo. La vida, unos
instantes en suspenso para sobrevivirla, para soportarla, para retomarla de
nuevo en el mismo lugar dónde la dejaste. Con alas rotas o pulmones
agujereados. Cae una sola gota hoy, también, y vuelves a contar los círculos
hasta que los números se te borran y vuelves a ser aire en el agua, y la vida
se queda quieta un rato, cómo si no fuera, cómo si no hubiera sido nunca.
Emprendes
el camino de regreso, que hace daño en los huesos y en la carne. Pero hoy
puedes llamar. Y la vida, que también tiende al infinito, no te ha recibido
nunca con ningún reproche.
No has encontrado nunca las palabras del deseo
de vivir. Quizás es que el deseo no te pesa, ni te hace telarañas alrededor del
pulmón, ni te corta la piel a raíz de las uñas. El deseo te respira en todas
las células del cuerpo, no se encalla en ningún órgano, en ningún músculo, en
ningún hueso. Te atraviesa de arriba abajo como un torrente que salta por
encima de todas las piedras. El deseo no tiene nombre porque se vive en el
grito, en el gemido, en el silencio. Porque se vive, y es suficiente.
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